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Tomado de la revista chilena PUNTO FINAL

6 de noviembre de 1998 

Operación Cóndor: la trama criminal
POR DAUNO TOTORO TAULIS

El cóndor es una gigantesca ave de rapiña, un buitre que se alimenta de cadáveres. La operación que llevó su nombre también huele a despojos y muerte.

En diciembre de 1992 fue descubierto, en dependencias del gobierno paraguayo, hasta poco antes ocupadas por el dictador Alfredo Stroessner, un cúmulo de informes secretos conocido como "el archivo del horror". Ahí estaban registradas las actividades de los organismos de represión política de la larga tiranía paraguaya. Pero se halló también la primera prueba concreta acerca de la red Operación Cóndor: una carta enviada en octubre de 1975 por el entonces coronel del Ejército chileno y director de la DINA, Manuel Contreras, al jefe de inteligencia militar paraguaya, general Benito Guanes Serrano, y al director de la policía de ese país, general Francisco Brites. Se trataba de la invitación a participar en una "reunión de trabajo de carácter estrictamente secreto, a realizarse en Santiago entre el 25 de noviembre y el 1 de diciembre de 1975", cita en que se habría de materializar la propuesta planteada por Augusto Pinochet a su cómplice, Alfredo Stroessner, durante el viaje a Asunción del general chileno en 1974.

Aquella reunión secreta contó con la asistencia de los encargados de seguridad y jefes de las policías secretas de Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Chile. En ella quedó estructurada la coordinadora represiva. Sus fundamentos y objetivos pudieron conocerse al descubrirse otra misiva de Contreras, esta vez destinada al general Augusto Pinochet, fechada a comienzos de 1976. En ella solicitaba un presupuesto adicional de 600.000 dólares para la DINA, argumentando esta necesidad en el aumento del personal de la DINA adscrito a misiones diplomáticas en Perú, Brasil, Argentina, Venezuela, Costa Rica, Bélgica e Italia; gastos adicionales requeridos para la "neutralización de los principales adversarios de la Junta de Gobierno en el exterior", principalmente en México, Argentina, Costa Rica, Estados Unidos, Francia e Italia; además de gastos para financiar "nuestras operaciones en Perú" y el "entrenamiento antiguerrillero de nuestros hombres en Brasil".

La Operación Cóndor estaba en marcha. Su cabeza operaba en Santiago. Sin embargo, aunque la red fue formalizada sólo a partir de finales de 1975, ya antes había existido vasta experiencia de trabajo conjunto entre las distintas policías secretas, lo que sentó un precedente fundamental a la hora de diseñar la Operación.

Una de las acciones conjuntas previas, en que participaron oficiales chilenos, se inició en marzo de 1974, cuando el sargento Guillermo Jorquera Gutiérrez fue relevado de su cargo como jefe de interrogatorios en el campo de prisioneros de la Isla Dawson para sumarse a una delicada misión junto al entonces mayor de Ejército, Gerardo Alejandro Huber Olivares. Debían partir a Argentina en misión encomendada por la DINA para infiltrar las estructuras del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y de Montoneros, y dejar la puerta abierta para su aniquilación física a manos de las fuerzas argentinas de represión.

El juez Baltasar Garzón, que tiene a Pinochet acorralado en la exclusiva clínica londinense por su responsabilidad en las operaciones de Cóndor, está desenterrando los capítulos más oscuros de la historia latinoamericana.

De prosperar este proceso (recientemente ampliado para incluir 94 casos de detenidos desaparecidos, vinculado además al sumario que el mismo juez instruye por la desaparición de centenas de ciudadanos españoles durante la dictadura argentina, y el secuestro y aniquilación de decenas de chilenos en territorio argentino), los investigadores tendrán en sus manos, por fin, la posibilidad de desenmarañar la madeja de la Operación Cóndor. La red no fue sólo represiva; su funcionamiento no se limitó a los años 1975 y 1976. A continuación algunos brumosos antecedentes.

En el mes de enero de 1992 estalló el escándalo. En Chile era verano y los escándalos pasan inadvertidos. En Hungría era invierno, y en el patio nevado de un terminal aéreo se encontraron los containers con armas de fabricación chilena, salidas de FAMAE (Fábricas y Maestranzas del Ejército); treinta y seis toneladas de armas que estaban por embarcarse a Croacia para alimentar el genocidio del que eran testigos y narradores los miles de refugiados que llegaban en oleadas a Europa occidental.

La guerra en la ex Yugoslavia estaba en su apogeo, las imágenes de la muerte y horror daban la vuelta al mundo; los delegados internacionales discutían en Naciones Unidas qué hacer para detener la barbarie. Primera medida: nadie debía vender armamento a las partes en conflicto.

El armamento chileno había arribado a Hungría a bordo de un avión de Florida West, contratada por el francés Yves Marzialle, representante de la empresa gala IVI Finance Management. Él había comprado las armas a FAMAE. Su contacto en Chile había sido el general en retiro de la FACH, Vicente Rodríguez. El general, ex representante de ENAER (Empresa Nacional de Aeronáutica) para América Latina, se había desempeñado también como jefe de inteligencia de su institución. Era socio comercial del ex coronel de la FACH Edgard Ceballos Jones, encargado de interrogatorios en la Academia de Guerra Aérea (AGA) en los meses posteriores al golpe, y luego cofundador del Comando Conjunto, dedicado a la eliminación de los cuadros y estructuras del Partido Comunista y del MIR.

Poco antes, el 21 de noviembre de 1991, el general Carlos Krumm había instruido a su subalterno, coronel Gerardo Huber (el mismo ya mencionado), encargado de exportaciones e importaciones del Ejército y tercer jefe de la división de logística de la institución, que dispusiera del empleado civil Ramón Pérez para que tramitara ante Aduanas el embarque de armas de FAMAE: treinta y seis toneladas con destino a Croacia.

Cuando las armas fueron encontradas en Hungría, y se supo cuál era su destino final y el carácter ilícito de la operación, fue detenido el general Vicente Rodríguez, pero poco más tarde lo liberó la Corte Suprema.

También se citó ante la justicia al coronel Huber, pero éste esgrimió un diagnóstico siquiátrico de "síndrome vertiginoso", con el que obtuvo licencia médica por una semana. Refugiado en casa de amigos en el Cajón del Maipo, se le perdió la pista un 29 de enero de 1992. Casi un mes más tarde, se encontró su carnet de identidad (en un sitio que había sido registrado palmo a palmo por la policía y el Ejército), junto a un cadáver en las márgenes del río Maipo, en las inmediaciones de La Obra. El cuerpo carecía de huellas dactilares que pudieran identificarlo fehacientemente, y una contusión craneana había sido la causa del deceso. Se dijo que eran los restos de Huber. El mismo 29 de enero de 1992, la prensa divulgaba el documento que consignaba los montos y destinos de las armas exportadas. El documento, una factura pro-forma, estaba rematado por el sello y timbre de la división de logística del Ejército.

Pasaron los meses. En un caso en apariencia completamente distinto, cuando el ministro en visita Milton Juica andaba tras los pasos de los agentes de Dicomcar, responsables del degollamiento de los dirigentes comunistas Santiago Nattino, Manuel Guerrero y José Manuel Parada, los detectives de Investigaciones recibieron instrucciones para allanar una oficina en calle Teatinos. Allí se encontraron con el suboficial de la FACH, José Uribe Pacheco, y con el general retirado Vicente Rodríguez.

Los detectives se sorprendieron al encontrarse con el general. También se sorprendieron al encontrar el pasaporte de Miguel Estay Reyno (alias El Fanta), ex militante de las Juventudes Comunistas, agente del Comando Conjunto y de Dicomcar, vinculado a varios casos de violaciones de los derechos humanos, desaparición y muerte de sus compañeros de antigua militancia.

Para los investigadores resultaba evidente la existencia de una estructura de protección de ex agentes, a la que habían bautizado La Cofradía (heredera directa de la Operación Cóndor), y que, entre otros, mantenía a resguardo de la ley a prófugos como El Fanta, Osvaldo Romo, Carlos "Bocaccio" Herrera y Eugenio Berríos. Esta organización contaba con una inusual capacidad operativa y logística. Podía trasladar personal y prófugos a través de fronteras, brindar documentación falsa, mantener familias enteras en el extranjero. Sospechaban los policías que estaban ante una sociedad ilícita creada al margen de los mandos de las Fuerzas Armadas, en que participaban oficiales en retiro y probablemente otros en servicio activo.

El resumen de los antecedentes curriculares de dos de los principales involucrados en el caso de exportación ilegal de armas a Croacia es muy elocuente:

El general en retiro Vicente Rodríguez no sólo había servido de contacto entre el complejo Ejército-FAMAE y los compradores de armas, sino que además formaba parte de la red de protección a ex agentes de seguridad.

El coronel Gerardo Huber, quien cumpliera misiones de alta responsabilidad en la DINA, había además trabajado junto al químico Eugenio Berríos (a quien conocía desde los tiempos de la DINA) en el Complejo Químico e Industrial del Ejército, en tareas que se sospecha tenían que ver con el desarrollo del gas Sarín y otras armas químicas. Luego, apareció como tercer jefe de la división de logística de su institución, a cargo de las exportaciones e importaciones del Ejército, y como responsable directo del envío de armas a Croacia.

Pronto aparecieron coincidencias y cruces de nombres que indicaban algún grado de relación entre la asociación de protección a los ex agentes de seguridad de la dictadura y los responsables directos de la irregular exportación de armas a Croacia. Se agregaron datos y evidencias a una sospecha de larga data: la venta de armas, cuando está en manos de orgánicas con capacidad de actuar de modo autónomo respecto de las autoridades gubernamentales, protegidas por los herméticos procedimientos militares, resulta, potencialmente, un semillero de corrupción. En este caso, los antecedentes parecían indicar que, la exportación irregular de armas podía estar financiando a La Cofradía, con o sin conocimiento de los mandos institucionales.

Dos personajes de esta maraña de intrigas y misterio encontraron la muerte con un año de diferencia. Primero fue (supuestamente) Gerardo Huber y luego el químico y ex agente de la DINA, Eugenio Berríos, quien recibió dos tiros en la nuca entre enero y junio de 1993, y cuyos restos se encontraron en una playa uruguaya dos años más tarde.

Pero los nombres de Eugenio Berríos y Gerardo Huber estaban emparentados desde mucho antes. El supuesto suicidio de Huber sigue siendo motivo de especulaciones, tanto, que en junio de 1997 fue exhumado el cadáver hallado en el río Maipo. La identificación del cuerpo no satisface a los investigadores, pero la desaparición del coronel ha dejado satisfechos a otros, aquellos que tienen las respuestas a las preguntas pendientes: ¿Suicidio o asesinato? ¿Qué sabía Huber, y a quién convenía que jamás lo contara? ¿Qué vinculación hay entre el coronel Gerardo Huber, la red Operación Cóndor, la DINA, Manuel Contreras, el general Pinochet, las muertes de Orlando Letelier, Carlos Prats y Carmelo Soria y el tráfico internacional de armas y estupefacientes? Lamentablemente, esas mismas preguntas unen a Huber con Berríos, y ninguno de los dos podrá ayudar a encontrar las respuestas.

Las historias secretas de estos dos personajes, que las autoridades civiles y militares (de Chile, la Argentina, Uruguay y Paraguay) se han empeñado en relegar a un plano secundario, tienen demasiado en común.

En el caso de Eugenio Berríos, hay un cúmulo de historias y antecedentes sueltos que permiten hacerse una idea de la razón de los balazos a quemarropa, y que dejan abierta la puerta a futuras pruebas que puedan, por fin, demostrar que la Red Cóndor o su sucesora está activa; que el tráfico de armas está vinculado al tráfico de drogas; que la mafia del comercio de estupefacientes ha estado vinculada a los aparatos de inteligencia del Cono Sur; que ambos negocios han financiado parte importante de la represión en nuestros países, y que todo este misterio es sólo el rostro semivisible de una más profunda red de triangulaciones internacionales.

Eugenio Berríos Sagredo comenzó su carrera de bioquímico en la Universidad de Concepción a mediados de la década del '60. Ya desde entonces, apodado "El Conde", se inclinaba por posiciones políticas de extrema derecha, que se reforzaron con la llegada de la Unidad Popular. En 1971 se trasladó a la capital, donde continuó sus estudios en la Universidad de Chile, a la vez que ingresaba a Patria y Libertad. No se trataba de un alumno excepcional, y tardó diez años en obtener su título, con una tesis titulada "Boldina: extracción, purificación, propiedades, generalidades". Es un dato importante, pues habría de marcar su desarrollo posterior: se trataba de un método para producir alcaloides por procedimientos electrolíticos, descartando el uso de éter, que es la sustancia detectable en la cocaína. El documento presentado por Berríos ante la comisión evaluadora de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad de Chile fue calificado de "confidencial", y no se incorporó al archivo de memorias de título ni se encuentra en la biblioteca de la universidad. Las dos copias que se supone que existieron, de acuerdo al fichero de publicaciones de la universidad, fueron "destruidas" en un misterioso incendio que arrasó los "archivos confidenciales" del decanato en 1982.

Egresado en 1975, Eugenio Berríos montó un laboratorio en el garage de su casa, donde se dedicó a extraer boldina de la planta de boldo. Esta actividad privada de dudoso rendimiento económico fue complementada con otra, su verdadera pasión: ser agente de la DINA. Trabó amistad con Michael Townley, y juntos montaron un laboratorio en la casa de la Vía Naranja de Lo Curro, sede de la Brigada Quetrupillán, donde el químico comenzó a desarrollar el gas Sarín. Pudo en ese tiempo comprobar la efectividad del veneno por lo menos en dos personas: Renato Zenteno y Manuel Leighton. Berríos, de la boldina pasó a los venenos. Uno de sus brebajes habría estado destinado, por instrucciones del propio Manuel Contreras, a ser ingerido por el general Odlanier Mena, sucesor de Contreras en la CNI

Las actividades de Berríos en la DINA no terminaron ahí. El químico fue pieza clave, junto a Townley, en el desarrollo del laboratorio en que se habrían de diseñar las bombas y explosivos que habrían de terminar en Washington con la vida del ex canciller Orlando Letelier y su asistente, Ronnie Mofitt. También sirvió de conexión con el grupo de ultraderecha italiano representado por Alberto Comunianni, con quien montó una sociedad comercial de fachada en las torres San Borja, y a la que acudían con frecuencia Manuel Contreras y otros oficiales del Ejército. Ahí se fraguó el atentado en Roma contra el ex vicepresidente Bernardo Leighton. Por otra parte, mientras Berríos fue parte de la Brigada Quetrupillán, y en el tiempo que estuvo habilitado su laboratorio en la Vía Naranja, se produjo el secuestro, tortura y asesinato del ciudadano español Carmelo Soria, quien estuvo retenido en ese mismo domicilio de Lo Curro. Durante los últimos años de la década del 70, Berríos fue destinado a trabajar junto a Gerardo Huber, compañero de labores en la DINA, en el Complejo Industrial Militar de Talagante. Eran los tiempos de amenaza latente de guerra con Argentina, y dedicó todos sus esfuerzos al desarrollo de armas químicas.

A comienzos del 80, Berríos comenzó a colaborar con la CNI. El organismo alquiló un local para el químico en Carmen 1159. Tras la fachada de una pastelería, Berríos instaló su laboratorio, dedicado a la sintetización de alcaloides y al desarrollo de investigaciones de gases y otras armas letales de origen químico. Esta fue la "dirección comercial" de Eugenio Berríos hasta 1989.

Durante aquellos años viajó mucho, especialmente a Colombia y Estados Unidos (unas siete veces al año), y ante conocidos suyos (quienes entregaron su testimonio a la revista Los Tiempos) se jactaba de estrechas relaciones con el traficante de cocaína colombiano Jesús Ochoa y el chileno Edgardo Bathich. Se vanagloriaba, además, de contar con seis pasaportes falsos, de manejar importantes sumas de dólares y de ser uno de los más fieles "servidores" del Ejército.

El químico Eugenio Berríos desapareció de Santiago en noviembre de 1991, cuando fue citado a declarar por el juez Adolfo Bañados que instruía la causa por el asesinato de Letelier.

Berríos, que en la DINA utilizaba el alias de "Hermes", ingresó por vía terrestre a Uruguay en compañía del entonces mayor de Ejército, Carlos Herrera Jiménez, cuyo alias era Bocaccio en la DINA, CNI y DINE (Dirección de Inteligencia del Ejército). Ambos portaban identidades falsas. Berríos llevaba documentos a nombre del detenido desaparecido Hernán Tulio Orellana; Herrera se había apropiado de la identidad de otro desaparecido, Mauricio Gómez. El químico fabricante de armas prohibidas y estupefacientes, huía de la justicia chilena bajo la protección de La Cofradía. Jiménez era el encargado de su custodia y seguridad.

Bocaccio, después de dejar instalado a Hermes, entregó la responsabilidad de su protección a sus pares uruguayos, los oficiales de ejército capitán Eduardo Radaelli y coronel Thomas Casella, quienes ocultaron al químico. Esta Operación Cóndor, de la que estaban al tanto el jefe del departamento de inteligencia del Ejército uruguayo, general Mario Aguerrondo y el coronel Héctor Lluis (que luego sería nombrado agregado militar en Chile), duró un año, hasta noviembre de 1992, fecha en que Berríos fue "secuestrado" por sus colegas guardianes. Berríos entendió la inminencia del fatal desenlace y optó por salvar su vida. Logró burlar a sus captores y telefonear, el día 11 de noviembre, al cónsul chileno Federico Marull, a quien solicitó protección y un salvoconducto para regresar Chile. No obtuvo respuesta, y cuatro días más tarde logró escapar.

Así fue que llegó, el 15 de noviembre de 1992, hasta la estación de policía de Parque del Plata. En el libro de partes de la comisaría (página que fuera arrancada y perdida tiempo después), estampó su denuncia: había sido secuestrado por militares uruguayos y chilenos, y solicitó protección policial "porque el general Pinochet mandó matarme". Lo que obtuvo, sin embargo, por decisión del jefe de policía de Canelones, coronel Ramón Rivas, fue ser regresado a manos de Thomas Casella. Fue la última vez que alguien, aparte de sus captores, viera a Berríos con vida.

Mucho se especuló durante meses respecto del paradero el ex agente de la DINA hasta que, el 17 de junio de 1992, el representante uruguayo en Italia, embajador Lupinacci, envió a su cancillería vía fax una carta firmada por Berríos y una foto de éste posando junto a un ejemplar del diario romano Il Messagiero, documentos que habían sido depositados por un misterioso emisario en el consulado en Milán.

Gracias al discurso oficial y a opiniones de prensa, esta prueba de la buena salud del químico fue considerada suficiente, y el caso se diluyó. Sin embargo, en abril de 1995, en una playa del Pinar, cercana a Montevideo, apareció un cadáver que más tarde sería identificado positivamente como Eugenio Berríos. Causa del deceso: dos balazos en la nuca.

Comenzó entonces una investigación cargada de nervios, silencios, desmentidos y acciones distractivas. En enero de 1996 un grupo de coroneles en retiro del Ejército uruguayo, antiguos miembros del departamento de inteligencia, hicieron llegar una declaración al diario La República, en que culpaban del asesinato al coronel Casella y al capitán Radaelli. En la misiva, los ex agentes aseguraban que "el general Aguerrondo se encontraba en Italia (en los días inmediatamente anteriores al envío del fax desde la embajada con la foto de Berríos). Alguien lo llamó y lo puso al tanto de lo que estaba ocurriendo. Ante esto (…) Aguerrondo llamó al jefe interino de inteligencia, que casualmente tiempo atrás fue agregado militar en Chile. Este, a su vez, se comunicó con el señor comandante en jefe (teniente general Rebollo), quien a su vez lo hizo con el señor presidente Lacalle (quien también se encontraba en Italia). La orden de Lacalle fue terminante: 'que todo se solucione de forma inmediata y que por ningún motivo tome trascendencia pública'. (…) El encargado de cumplir con esta misión fue el capitán Radaelli, quien viajó a Buenos Aires, y con colaboración de militares de inteligencia argentina, fraguó la carta y la foto (…) luego hicieron firmar a Berríos, y lo mataron".

Thomas Casella, hombre clave en esta intriga, no es un oficial cualquiera. Graduado en cursos de inteligencia a nivel de estado mayor, con especialidad avanzada en análisis político-estratégico y jefe operativo, comenzó su formación especial en la Escuela de las Américas, Panamá, en 1974. Terminado ese curso, radicó durante un año en Santiago (1975), donde se especializó en entrenamiento avanzado de paracaidismo y comando en la escuela de boinas negras del Ejército. Durante esos años trabó amistad con los más duros entre los duros de la institución chilena: Manuel Contreras, Augusto Pinochet, José Zara, Miguel Krassnof Marchenko.

Con tales antecedentes, que la custodia del ex agente Berríos quedara en sus manos, era una garantía para la parte chilena de la Operación Cóndor. Cuando se evaluó que el mejor destino para Berríos eran dos orificios de bala en su cabeza, hubo de buscarse también al mejor, al más pulcro en el trabajo.

Los peritajes forenses determinaron que la muerte de Berríos debió producirse entre enero y junio de 1993. En febrero de 1993 dos hombres vestidos de terno y corbata, lustrosos zapatos negros y anteojos oscuros, pasearon tranquilamente por la avenida Sarandí de la capital uruguaya, recorriendo mientras charlaban el asoleado paseo entre el Hotel Victoria Plaza y la Catedral. Una reportera gráfica reconoció al general Pinochet tras su atuendo civil y tomó la foto. El civil que acompañaba al capitán general era un oficial del ejército uruguayo, quien actuó de asistente permanente, por expresa voluntad de Pinochet: se trataba del coronel Thomas Casella.

Hoy Pinochet está detenido en Londres, y mientras "el paciente inglés" espera nervioso las jugadas de la historia, la maquinaria de protección e influencias se ha echado a andar. El cóndor vuela alto, husmeando

 

DAUNO TOTORO TAULIS


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